CEREBRO, HORMONAS, CIENCIA Y SOCIEDAD



¿Existen verdaderamente prejuicios sobre las diferencias en las aptitudes, las emociones y los valores entre hombres y mujeres o realmente la sociedad ha evolucionado y es patente la igualdad entre los dos sexos?  En el artículo que hoy vamos a comentar, El sexo del cerebro: más allá de los prejuicios de Catherine Vidal, la neurobióloga del prestigioso Instituto Pasteur desmonta con objetividad, estas ideas preconcebidas y tan arraigadas en nuestra sociedad y nuestra cultura, basándose, como buena bióloga, en observaciones y experimentos científicos.

Es obvio que cada individuo es diferente en su personalidad y en su forma de pensar pero, ¿qué parte es innata y qué parte es adquirida? A día de hoy, en el siglo XXI, la ciencia y la sociología no han conseguido desmontar los clichés de la mujer multitarea y habladora frente al hombre competitivo y matemático, sino que siguen siendo cuestionados en los medios de comunicación y en las revistas, donde se empeñan en defender que nuestro sexo determina unas estructuras mentales que darán lugar a comportamientos, gustos y aptitudes propios de la mujer o del hombre.  Catherine logrará explicar a través de la neurociencia y con la ayuda de técnicas de imágenes cerebrales por resonancias (IRM) que el cerebro humano no está programado, sino que su “plasticidad cerebral” permite que, a partir de nuestras experiencias y nuestros aprendizajes, es decir, de las creencias, enseñanzas y costumbres de la escuela, la familia, los amigos y la sociedad en la que vivimos, se va construyendo el entramado de neuronas que forman nuestro cerebro, y por consiguiente, nuestra identidad, pensamiento y manera de ser.

En el siglo XIX, algunos médicos de renombre como Paul Broca (médico, anatomista y antropólogo francés) realizaron estudios comparativos del tamaño de los cerebros de hombres y mujeres a partir de muestras no aleatorias para demostrar que el tamaño del cerebro dependía del sexo del individuo.  No obstante, en la misma época quedó demostrado que la inteligencia y el tamaño del cerebro no guardaban relación alguna.  Sabemos, por ejemplo, que el cerebro del célebre científico alemán Albert Einstein, con una masa de 1230 gramos, no era mayor que la de un hombre adulto normal y lo que lo hacía excepcional era su estructura, las interconexiones entre sus neuronas.  Las conclusiones científicas a día de hoy aseguran, por un lado, que hombres y mujeres tienen cerebros diferentes en las funciones relativas a la reproducción y en la producción de hormonas propias del sexo con el objetivo de desarrollar sus caracteres secundarios (vello corporal, senos, …) y preparar sus cuerpos para la función reproductora.  Por otro lado, la ciencia asimismo ha demostrado que hombres y mujeres poseen las mismas capacidades cognitivas de memoria, razonamiento y atención, ya que éstas están relacionadas con el desarrollo del cerebro y la plasticidad cerebral.

Estudios IRM recientes de neurobiólogos como Rose, Kaiser, Khan, Joel y Vidal, demuestran cómo el cerebro de un recién nacido viene con los 100 000 millones de neuronas pero con únicamente un 10 % de las conexiones (sinapsis) y que el resto de las sinapsis van construyéndose en función de los aprendizajes y de las experiencias vividas.  Esto nos lleva a la conclusión de que cada cerebro es único: el de un pianista desarrollará unas conexiones diferentes a las de un malabarista, al igual que las sinapsis de una persona de una tribu del Amazonas diferirán de las de una persona española del mismo sexo y edad.  Por consiguiente, el cerebro de una mujer y el de un hombre son claramente diferenciables más por el modelado sufrido al largo de las experiencias vividas que por el mero hecho de tener sexos diferentes.  Ahora bien, como dice la filósofa y bióloga Anne Fauste-Sterling, no podemos separar lo innato de lo adquirido, el sexo del género, ya que desde el nacimiento existe una interacción entre el sexo biológico con el que nacemos y el entorno social donde adquirimos nuestras experiencias, en un proceso llamado personificación.

La identidad sexual de una persona depende del sexo y del género. Desde el nacimiento, los bebés nacen con un sexo determinado según su genética, pero no es hasta los dos años y medio cuando es capaz de identificarse con uno de los dos sexos debido a los rasgos biológicos que se observa.  El género depende de las experiencias, más o menos sexuadas, vividas en la familia, la escuela y la sociedad.  La educación recibida, por ejemplo, en la sociedad machista de la España franquista, asignaba unos roles muy definidos a hombres y mujeres:  el hombre trabajaba mientras que la mujer estaba al servicio del marido, de los hijos y de la casa;  la mujer cocinaba, ponía la mesa y fregaba los platos, y las hijas la ayudaban, mientras que el padre y los hijos, se sentaban y esperaban a ser atendidos.  A los niños se les vestía de azul y les regalaban balones de fútbol y soldaditos de guerra, mientras que a las niñas se las vestía de rosa y se les regalaba muñecas.

La plasticidad del cerebro nos ayuda a adaptarnos a la evolución de las normas, costumbres y leyes de la sociedad no sólo en la infancia, sino también en la edad adulta, pudiendo cambiar la manera de vivir y la concepción de sí mismo de ser hombre o mujer al igual que una persona nacida en una familia con costumbres machistas puede llegar a ser una fiel defensora de la paridad entre mujeres y hombres.

Otro discurso mediático e incluso de divulgación científica (Jordan-Young 2016) que deja de manifiesto la diferencia entre mujeres y hombres, es la relación entre su comportamiento y las hormonas características que segregan en función de su sexo.  Por ejemplo, el estereotipo de la mujer enamorada, fiel y con instinto maternal se debe a la hormona oxitocina, mientras que la competitividad, la violencia y el flirteo se la otorga al hombre la hormona testosterona.

Roos y Young demostraron que el suministro de la hormona oxitocina en animales influía en su comportamiento, ayudando a la unión entre madres y crías y machos y hembras.  Pero este estudio realizado en animales no se puede extrapolar a las personas, ya que ni se puede medir oxitocina ni se puede suministrar al cerebro (Galbally 2011) y por tanto, resulta imposible establecer una relación entre esta hormona y el instinto maternal, los vínculos y la comunicación social. La ternura con la que una madre cuida a su hijo, el orgullo con el que un padre pasea a su hijo de la mano, el amor que se demuestran una pareja, … no dependen de la oxitocina ni de cualquier otra hormona segregada por el ser humano, sino por las experiencias de vida que han ido construyendo y modelando el cerebro y la personalidad de las personas.

Por otro lado, la hormona masculina testosterona es la encargada de la producción de espermatozoides, la voz grave y la producción de vello en los hombres, además de aumentar la masa y el volumen muscular, pero en relación al efecto que produce sobre la conducta, el deseo sexual, la agresividad y la violencia no existen conclusiones científicas definitivas.  Científicos como Van Anders aseguran que deseo sexual y nivel de testosterona en sangre no guardan relación alguna, sino que es el cerebro el que tiene el papel fundamental en las relaciones sexuales, el que al combinar pensamiento, lenguaje, emociones y memoria pone de manifiesto el deseo sexual.  Es decir, un hombre no sentirá deseo sexual porque sus testículos han segregado testosterona, sino porque al ver a una determinada persona, al oir ciertas palabras, al ver su expresión corporal y recordarle ciertos momentos, su cerebro ha desencadenado ese deseo sexual.

En cuanto a la agresividad y la violencia, científicos como Archer, Jordan-Young y Héritier, han concluido, a partir de estudios en adolescentes y adultos con conductas agresivas, que el nivel de testosterona en sangre no influye con la agresividad y el grado de violencia que manifiestan, ya que incluso, se pueden observar rasgos agresivos en niños que no han llegado a la pubertad y que, por consiguiente, no han segregado hormona testosterona.  La conclusión a la cual han llegado estos estudios científicos es que la agresividad de algunos hombres no es debido a la testosterona sino a las experiencias vividas por los individuos relacionadas con factores educacionales, sociales, económicos y políticos que les han provocado el desarrollo de conductas agresivas.

Investigaciones de científicos como Rose y Khan en el campo de la neurociencia explican cada día mejor porqué la conducta del ser humano se rige por el cerebro y no por las hormonas.  La evolución biológica del cerebro de la especie humana ha supuesto un crecimiento del córtex cerebral, de la corteza del cerebro, donde tienen lugar el razonamiento, la percepción, la imaginación, la decisión, el lenguaje, la conciencia, … facultades que le permiten a la persona ser capaz de elegir sus acciones y comportamientos, a diferencia de las demás especies de animales que actúan fundamentalmente guiadas por sus instintos.  Este evolucionado córtex humano tiene la facultad de poder controlar las zonas profundas del cerebro relacionadas con los instintos  y las emociones.  Por consiguiente, cualquier instinto o emoción como el hambre o la atracción sexual se ven controladas por el córtex cerebral:  podemos sentir hambre pero nuestro córtex es capaz de decidir no comer hasta que no lleguen todos los invitados, o podemos decidir no tener relaciones sexuales en un momento determinado aunque así lo sugieran nuestras hormonas.  Las mujeres y los hombres son capaces de utilizar su inteligencia para controlar sus emociones e instintos básicos.

En contraposición a los avances en neurobiología, el ambiente mediático que reina hoy día insiste en sostener la “biologización” de los comportamientos humanos y la diferenciación entre hombres y mujeres (Fillod 2015, Jurdant 2012).  Los medios de comunicación, prensa, televisión, internet, … siguen encontrando “descubrimientos científicos” que se defienden, por una parte, que las personas se guían por lo que les dictan sus instintos, sus hormonas, como la “hormona del deseo”, la testosterona, y por otra parte, que los genes son determinantes en la personalidad del individuo, como el “gen de la homosexualidad”, como si el individuo desarrollara su personalidad inmerso en una burbuja sin tener interrelación alguna con el medio que le rodea.  La divulgación de este tipo de noticias favorece la no evolución de una sociedad retrógrada y esencialmente machista, que no acepta otro modelo de familia y que se aleja de la paridad entre hombres y mujeres.

Estas ideas defienden el hecho de que la personalidad no puede modificarse, es innata y no podemos luchar por cambiarla, de que el ser humano no es capaz de aprender comportamientos y modificar conductas porque así lo dicta su biología, sus genes.  Ponen de manifiesto que la diferencia entre los estudios o las profesiones de mujeres y hombres  viene determinada por sus hormonas, oxitocina o testosterona, y no por la capacidad cognitiva de su cerebro.  Asimismo, estas ideas también defienden que son las hormonas las que determinan los roles de hombre y mujer en la familia, quien se dedica más a los hijos o quien realiza las labores domésticas, cuestionando de esta manera las leyes de igualdad o la legalización de la homoparentalidad.  Es decir, que la mujer es la que se ha de quedar al cuidado de los niños porque es la que está dispuesta genéticamente a ello y un hombre, como no segrega oxitocina, no es capaz de cuidar con afecto a sus propios hijos, cosa que conlleva a la reducción de la jornada a la mujer, la consiguiente disminución del salario y les impide progresar profesionalmente.

Según estas ideas, la violencia del hombre y su mayor apetito sexual sería debido también a su genética y su hormona  testosterona, que haría inevitable que el acoso sexual hacia la mujer o la violencia de género. Estas ideas contribuyen a que parte de la población vean normales frases como “la culpa la tiene ella porque iba muy provocativa”, cuando han violado a una chica.

Si queremos erradicar la lacra social que supone la violencia de género, si queremos de una vez por todas que mujeres y hombres tengamos la misma consideración y los mismos derechos, hemos de dejar a un lado estas teorías biologicistas basadas en falsas evidencias y estos prejucicios esencialistas.  Centrémonos en estudios demostrados, en las evidencias de la neurociencia y en los estudios sociológicos que desvelan que el ser humano forja su personalidad, su manera de ser, su identidad sexual, … a lo largo de las experiencias vividas.  Nuestro cerebro es capaz de modelarse, de aprender, incluso de adultos, pero es necesario la implicación de la sociedad y la intervención de los gobiernos, con medidas que contribuyan a la educación en la igualdad y al desarrollo real de políticas de igualdad entre mujeres y hombres.



Inés Rodríguez Bordehore


Comentarios

Entradas populares