CEREBRO, HORMONAS, CIENCIA Y SOCIEDAD
Es obvio que cada individuo es diferente en su personalidad y en su forma
de pensar pero, ¿qué parte es innata y qué parte es adquirida? A día de hoy, en
el siglo XXI, la ciencia y la sociología no han conseguido desmontar los
clichés de la mujer multitarea y habladora frente al hombre competitivo y
matemático, sino que siguen siendo cuestionados en los medios de comunicación y
en las revistas, donde se empeñan en defender que nuestro sexo determina unas
estructuras mentales que darán lugar a comportamientos, gustos y aptitudes
propios de la mujer o del hombre.
Catherine logrará explicar a través de la neurociencia y con la ayuda de
técnicas de imágenes cerebrales por resonancias (IRM) que el cerebro humano no
está programado, sino que su “plasticidad cerebral” permite que, a partir de
nuestras experiencias y nuestros aprendizajes, es decir, de las creencias,
enseñanzas y costumbres de la escuela, la familia, los amigos y la sociedad en
la que vivimos, se va construyendo el entramado de neuronas que forman nuestro
cerebro, y por consiguiente, nuestra identidad, pensamiento y manera de ser.
En el siglo XIX, algunos médicos de renombre como Paul Broca (médico,
anatomista y antropólogo francés) realizaron estudios comparativos del tamaño
de los cerebros de hombres y mujeres a partir de muestras no aleatorias para
demostrar que el tamaño del cerebro dependía del sexo del individuo. No obstante, en la misma época quedó demostrado
que la inteligencia y el tamaño del cerebro no guardaban relación alguna. Sabemos, por ejemplo, que el cerebro del
célebre científico alemán Albert Einstein, con una masa de 1230 gramos, no era
mayor que la de un hombre adulto normal y lo que lo hacía excepcional era su
estructura, las interconexiones entre sus neuronas. Las conclusiones científicas a día de hoy
aseguran, por un lado, que hombres y mujeres tienen cerebros diferentes en las
funciones relativas a la reproducción y en la producción de hormonas propias
del sexo con el objetivo de desarrollar sus caracteres secundarios (vello
corporal, senos, …) y preparar sus cuerpos para la función reproductora. Por otro lado, la ciencia asimismo ha
demostrado que hombres y mujeres poseen las mismas capacidades cognitivas de memoria,
razonamiento y atención, ya que éstas están relacionadas con el desarrollo del
cerebro y la plasticidad cerebral.
Estudios IRM recientes de neurobiólogos como Rose, Kaiser, Khan, Joel y
Vidal, demuestran cómo el cerebro de un recién nacido viene con los 100 000
millones de neuronas pero con únicamente un 10 % de las conexiones (sinapsis) y
que el resto de las sinapsis van construyéndose en función de los aprendizajes
y de las experiencias vividas. Esto nos
lleva a la conclusión de que cada cerebro es único: el de un pianista
desarrollará unas conexiones diferentes a las de un malabarista, al igual que
las sinapsis de una persona de una tribu del Amazonas diferirán de las de una
persona española del mismo sexo y edad.
Por consiguiente, el cerebro de una mujer y el de un hombre son
claramente diferenciables más por el modelado sufrido al largo de las
experiencias vividas que por el mero hecho de tener sexos diferentes. Ahora bien, como dice la filósofa y bióloga
Anne Fauste-Sterling, no podemos separar lo innato de lo adquirido, el sexo del
género, ya que desde el nacimiento existe una interacción entre el sexo
biológico con el que nacemos y el entorno social donde adquirimos nuestras
experiencias, en un proceso llamado personificación.
La identidad sexual de una persona depende del sexo y del género. Desde el
nacimiento, los bebés nacen con un sexo determinado según su genética, pero no
es hasta los dos años y medio cuando es capaz de identificarse con uno de los
dos sexos debido a los rasgos biológicos que se observa. El género depende de las experiencias, más o
menos sexuadas, vividas en la familia, la escuela y la sociedad. La educación recibida, por ejemplo, en la
sociedad machista de la España franquista, asignaba unos roles muy definidos a
hombres y mujeres: el hombre trabajaba
mientras que la mujer estaba al servicio del marido, de los hijos y de la
casa; la mujer cocinaba, ponía la mesa y
fregaba los platos, y las hijas la ayudaban, mientras que el padre y los hijos,
se sentaban y esperaban a ser atendidos.
A los niños se les vestía de azul y les regalaban balones de fútbol y
soldaditos de guerra, mientras que a las niñas se las vestía de rosa y se les
regalaba muñecas.
La plasticidad del cerebro nos ayuda a adaptarnos a la evolución de las
normas, costumbres y leyes de la sociedad no sólo en la infancia, sino también
en la edad adulta, pudiendo cambiar la manera de vivir y la concepción de sí
mismo de ser hombre o mujer al igual que una persona nacida en una familia con
costumbres machistas puede llegar a ser una fiel defensora de la paridad entre
mujeres y hombres.
Otro discurso mediático e incluso de divulgación científica (Jordan-Young
2016) que deja de manifiesto la diferencia entre mujeres y hombres, es la
relación entre su comportamiento y las hormonas características que segregan en
función de su sexo. Por ejemplo, el
estereotipo de la mujer enamorada, fiel y con instinto maternal se debe a la
hormona oxitocina, mientras que la competitividad, la violencia y el flirteo se
la otorga al hombre la hormona testosterona.
Roos y Young demostraron que el suministro de la hormona oxitocina en
animales influía en su comportamiento, ayudando a la unión entre madres y crías
y machos y hembras. Pero este estudio
realizado en animales no se puede extrapolar a las personas, ya que ni se puede
medir oxitocina ni se puede suministrar al cerebro (Galbally 2011) y por tanto,
resulta imposible establecer una relación entre esta hormona y el instinto
maternal, los vínculos y la comunicación social. La ternura con la que una
madre cuida a su hijo, el orgullo con el que un padre pasea a su hijo de la
mano, el amor que se demuestran una pareja, … no dependen de la oxitocina ni de
cualquier otra hormona segregada por el ser humano, sino por las experiencias
de vida que han ido construyendo y modelando el cerebro y la personalidad de
las personas.
Por otro lado, la hormona masculina testosterona es la encargada de la producción
de espermatozoides, la voz grave y la producción de vello en los hombres,
además de aumentar la masa y el volumen muscular, pero en relación al efecto
que produce sobre la conducta, el deseo sexual, la agresividad y la violencia
no existen conclusiones científicas definitivas. Científicos como Van Anders aseguran que
deseo sexual y nivel de testosterona en sangre no guardan relación alguna, sino
que es el cerebro el que tiene el papel fundamental en las relaciones sexuales,
el que al combinar pensamiento, lenguaje, emociones y memoria pone de
manifiesto el deseo sexual. Es decir, un
hombre no sentirá deseo sexual porque sus testículos han segregado
testosterona, sino porque al ver a una determinada persona, al oir ciertas
palabras, al ver su expresión corporal y recordarle ciertos momentos, su
cerebro ha desencadenado ese deseo sexual.
En cuanto a la agresividad y la violencia, científicos como Archer,
Jordan-Young y Héritier, han concluido, a partir de estudios en adolescentes y
adultos con conductas agresivas, que el nivel de testosterona en sangre no
influye con la agresividad y el grado de violencia que manifiestan, ya que
incluso, se pueden observar rasgos agresivos en niños que no han llegado a la
pubertad y que, por consiguiente, no han segregado hormona testosterona. La conclusión a la cual han llegado estos
estudios científicos es que la agresividad de algunos hombres no es debido a la
testosterona sino a las experiencias vividas por los individuos relacionadas
con factores educacionales, sociales, económicos y políticos que les han
provocado el desarrollo de conductas agresivas.
Investigaciones de científicos como Rose y Khan en el campo de la
neurociencia explican cada día mejor porqué la conducta del ser humano se rige
por el cerebro y no por las hormonas. La
evolución biológica del cerebro de la especie humana ha supuesto un crecimiento
del córtex cerebral, de la corteza del cerebro, donde tienen lugar el razonamiento,
la percepción, la imaginación, la decisión, el lenguaje, la conciencia, …
facultades que le permiten a la persona ser capaz de elegir sus acciones y
comportamientos, a diferencia de las demás especies de animales que actúan
fundamentalmente guiadas por sus instintos.
Este evolucionado córtex humano tiene la facultad de poder controlar las
zonas profundas del cerebro relacionadas con los instintos y las emociones. Por consiguiente, cualquier instinto o
emoción como el hambre o la atracción sexual se ven controladas por el córtex
cerebral: podemos sentir hambre pero nuestro
córtex es capaz de decidir no comer hasta que no lleguen todos los invitados, o
podemos decidir no tener relaciones sexuales en un momento determinado aunque
así lo sugieran nuestras hormonas. Las
mujeres y los hombres son capaces de utilizar su inteligencia para controlar
sus emociones e instintos básicos.
En contraposición a los avances en neurobiología, el ambiente mediático que
reina hoy día insiste en sostener la “biologización” de los comportamientos
humanos y la diferenciación entre hombres y mujeres (Fillod 2015, Jurdant
2012). Los medios de comunicación,
prensa, televisión, internet, … siguen encontrando “descubrimientos
científicos” que se defienden, por una parte, que las personas se guían por lo
que les dictan sus instintos, sus hormonas, como la “hormona del deseo”, la
testosterona, y por otra parte, que los genes son determinantes en la
personalidad del individuo, como el “gen de la homosexualidad”, como si el
individuo desarrollara su personalidad inmerso en una burbuja sin tener interrelación
alguna con el medio que le rodea. La
divulgación de este tipo de noticias favorece la no evolución de una sociedad
retrógrada y esencialmente machista, que no acepta otro modelo de familia y que
se aleja de la paridad entre hombres y mujeres.
Estas ideas defienden el hecho de que la personalidad no puede modificarse,
es innata y no podemos luchar por cambiarla, de que el ser humano no es capaz
de aprender comportamientos y modificar conductas porque así lo dicta su
biología, sus genes. Ponen de manifiesto
que la diferencia entre los estudios o las profesiones de mujeres y
hombres viene determinada por sus
hormonas, oxitocina o testosterona, y no por la capacidad cognitiva de su
cerebro. Asimismo, estas ideas también
defienden que son las hormonas las que determinan los roles de hombre y mujer
en la familia, quien se dedica más a los hijos o quien realiza las labores
domésticas, cuestionando de esta manera las leyes de igualdad o la legalización
de la homoparentalidad. Es decir, que la
mujer es la que se ha de quedar al cuidado de los niños porque es la que está
dispuesta genéticamente a ello y un hombre, como no segrega oxitocina, no es
capaz de cuidar con afecto a sus propios hijos, cosa que conlleva a la reducción
de la jornada a la mujer, la consiguiente disminución del salario y les impide progresar
profesionalmente.
Según estas ideas, la violencia del hombre y su mayor apetito sexual sería
debido también a su genética y su hormona
testosterona, que haría inevitable que el acoso sexual hacia la mujer o
la violencia de género. Estas ideas contribuyen a que parte de la población
vean normales frases como “la culpa la tiene ella porque iba muy provocativa”,
cuando han violado a una chica.
Si queremos erradicar la lacra social que supone la violencia de género, si
queremos de una vez por todas que mujeres y hombres tengamos la misma
consideración y los mismos derechos, hemos de dejar a un lado estas teorías
biologicistas basadas en falsas evidencias y estos prejucicios
esencialistas. Centrémonos en estudios
demostrados, en las evidencias de la neurociencia y en los estudios
sociológicos que desvelan que el ser humano forja su personalidad, su manera de
ser, su identidad sexual, … a lo largo de las experiencias vividas. Nuestro cerebro es capaz de modelarse, de
aprender, incluso de adultos, pero es necesario la implicación de la sociedad y
la intervención de los gobiernos, con medidas que contribuyan a la educación en
la igualdad y al desarrollo real de políticas de igualdad entre mujeres y
hombres.
Inés Rodríguez Bordehore
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